miércoles, 18 de enero de 2012

116 Historia (El Cristianismo)

Año I – Primera Edición Simulada – Editorial: 000000116  [1]

El Cisne Negro [2]
El Diario Digital de la Historia y de la Geopolítica
Viernes 6 Enero de 2.012.




La Revolución del Santo Grial
Rubén Vicente

Para finales de la tercera centuria de la era cristiana, que la historia universal recuerda justamente con el nombre de La Crisis del Siglo Tercero, sólo quedaban en pie tres grandes religiones, que eran el mitraismo, que era la nueva religión persa, oficialmente practicada por el ejército romano; el cristianismo, que era la creencia de la casi totalidad de los miembros de la armada romana y de la prefectura del pretorio, es decir, de la policía imperial; y el judaismo, que era la religión de la mitad más rica, más culta, más prestigiosa y más influyente, es decir, la más eminente (la eminencia) de la clase de los magnates romanos no latinos (los plebeyos), que controlaban el comicio (léase: la cámara de diputados).

Los ancestrales dioses latinos, cuyo panteón era presidido por Janus (Jano), eran venerados únicamente por los grandes latifundistas del proconsulado de Italia y, más precisamente, por los de la provincia del Latio (De Lacium = El Lacio), es decir, por los latinos, cuya elite integraba la clase de los padres de la patria, esto es, de los patricios (el patriciado), que controlaba la mayoría calificada del senado imperial (léase: la cámara alta del parlamento romano), que era la que legitimaba el poder de los emperadores, fueran o no miembros de la virginidad romana. [3]
Tres eran los grandes problemas que carcomían los fundamentos (los cimientos = la base = al qaeda) de El Imperio Romano (La Magna Roma), que eran la corrupción, la codicia de los generales y los bárbaros.
La venalidad (la corrupción) ya era sistemática (estructural), y no había ni un maldito funcionario romano que no se viera obligado por las circunstancias a poner dinero para comprar el derecho a ocupar el cargo, o a detraer la riqueza del fisco imperial para mantenerse en él, enriqueciéndose descaradamente y sobornando a cuanto competidor o aliado se cruzara en su camino, y ya sabemos que así no hay estado que aguante, y al final revienta todo mal.
La codicia de los generales (las ambiciones desenfrenadas de poder) los llevaba a liderar frecuentes golpes de estado, oficialmente organizados para revertir la crisis, dándole al imperio una nueva era de renovación institucional, pero subrepticiamente enderezados a entronizar al general golpista en el puesto de emperador, nada más que para ser religiosamente reverenciado como si fuera un faraón egipcio hijo de los dioses eternos, al que decirle no era lo mismo que incurrir en pecado mortal (el sacrilegio), consagrándose el abuso de poder como política de estado.
Y los bárbaros (los germanos), que desde había trescientos años ingresaron a la fuerza a los dominios imperiales, pactando la paz con los romanos, a cambio de que se les concediera el poder político de la totalidad del proconsulado de La Galia Cisalpina, que abarcaba la totalidad de La Europa Oriental Continental, desde Los Montes Urales hasta el río Rhin, instaurándose el nuevo proconsulado romano de Germania, con capital en la ciudad de Colonia Julia (Colonia = Kohln), internamente dividido en las provincias romano-germanas de Uralia, Urania, Renania, Helvesia, Austrasia, Dacia, Panonia, Calcídica y Masea; cuyo primer monarca dinástico (el proconsulado hereditario) fue El Hombre Duro (Hartman), cuyo nombre fue traducido al griego como Armenios y al latín como Arminio, y cuyo apodo en germano era el jefe (der fuhrer), que se transformó en el nombre de su familia (el apellido) de Ferer, siendo conocido por la historia universal bajo el nombre completo de Arminio I Ferer (a) El Gran Oso Blanco, fundador de la dinastía romano germana de Los Ferer. [4]
Progresivamente, los bárbaros de Germania comenzaron a aprender el latín, siendo convertidos en masa en ciudadanos romanos, desde el año doscientos doce de nuestra era, que eran propietarios de pequeñas parcelas rurales de no más de veinte hectáreas cada una (los minifundios = de foedus = los feudos), en los que desarrollaban la ganadería, la agricultura, la explotación forestal y la minería lítica (la producción), como así también, las agroartesanías derivadas (la construcción, la alimentación, la indumentaria, la farmacopea y las funciones), en pequeños establecimientos, situados dentro de sus propiedades (los talleres), organizando una economía de subsistencia que era autosuficiente.
Pero además, en su carácter de feudatarios romanos, los germanos estaban obligados a prestar servicio en el ejército imperial y en la armada imperial cuando fueran convocados al efecto, incorporándose como tropas auxiliares mercenarias, que acompañaban a las titulares latinas en cuanta campaña de conquista o de reconquista se presentara.
Y lo más importante. La casi totalidad de esos microseñores feudales y guerreros romano germanos (de teutis = los teutones), a diferencia de los demás militares, no profesaban el mitraismo, sino más bien, el cristianismo filosófico (el gnosticismo), pero en la novísma versión ultra anti judía de su eminencia, el flamante obispo de la diócesis egipcio romana de Alejandría, Msr. Dr. Dn. Eusebius Arrius Claudius (Eusebio Arrio Claudio = Claudio Arrio), es decir, el arrianismo.
Por todo eso, tales efectivos germanos de las fuerzas armadas imperiales (el ejército y la armada), empezaron a ser premiados por su valor en combate con parcelas de tierra de los vencidos, en todos los proconsulados del imperio, entonces extendido desde el Éufrates, El Mar Caspio, El Cáucaso y Los Urales hasta Gibraltar; escalando posiciones militares y llegando a ocupar los más altos grados (el generalato), sabiéndose que, quien controlara el ejército, estaba en capacidad de controlar el imperio, claro está. [5]
Ese fue, justamente, el caso del administrador general del palacio imperial (el domus), que era germano y arriano, y que se llamaba Flavio Ferer Janos (a) Janos Ferer, que fue el progenitor de una niña bautizada bajo el nombre de Flavia Ferea Helena (a) Helena Ferer (a) Santa Helena que, de jovencita, se convirtió al cristianismo universalista (el catolicismo), y que contrajo matrimonio pagano romano, nada más ni nada menos, que con el emperador Constancio Cloro (250-306), convirtiéndose en la madre de un niño bautizado bajo el nombre de Flavio Valerio Aurelio Constantino, que la historia universal reconoce como el monarca que adoptó el catolicismo como nueva religión oficial de El Imperio Romano (La Magna Roma) y que, por vía materna, era un descendiente consanguíneo directo de Los Ferer, es decir, de la misma familia romano germana a la que perteneció La Santísima Virgen María.
Por ese motivo, Constantino no hizo más que operar el gran cambio de la sangre sagrada (le saint graal), convirtiéndose en el numen de La Revolución del Santo Grial, y nada más, claro está.
Y si me dijeran que estoy muy equivocado, respondería que veremos, veremos y pronto lo sabremos.


[1] La libre expresión y la segura circulación de la información contenida en el presente documento se halla jurídicamente garantizada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (Art. 19), la Constitución Nacional de la República Argentina de 1995 (Art. 14),  la Ley Nacional N° 26.032 de 2005 y el Código Penal de la Nación (Arts. 153 y 155).

[2] Para uno de Los Siete Grandes Sabios de Grecia (Solón) El Cisne Negro era la alegoría de un hecho que es teóricamente posible, pero que todos creen que es prácticamente improbable, pues si ocurriera sería castastrófico.

[3] Ya explicamos varias veces que ser virgen significaba provenir de un origen virtuoso, es decir, pertenecer a lo que luego sería conocido como la nobleza europea y cristiana.

[4] Su bisnieta fue Indrig Ferer Ferer (a) Miryam Trencavel (a) La Rebelde (a) La Adoptada (a) La Virgen (a) La Santísima Virgen María, de cuya historia personal hablaremos en otra oportunidad.

[5] El proconsulado romano de Persia declaró su existencia material, su consitución formal, su soberanía interior y su indepedencia exterior en el año 244 d.C., instaurándose El Reino de Persia, extendido desde el Indo hasta el Éufrates, con capital en la ciudad de Parsagadas, bajo el gobierno de la dinastía persa romanizada usurpadora de Los Sasánidas.

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