lunes, 16 de enero de 2012

100 Historia (Cristianismo)

Año I – Primera Edición – Editorial: 00000100 [1]

El Cisne Negro [2]
El Diario Digital de la Historia y de la Geopolítica
Domingo 18 de Diciembre de 2.011.


        Restos de los cimientos con humildes ofrendas florales


La Tribuna de las Arengas
Por Rubén Vicente

Transcurría el año 46 a.C. Gaius Julius Caesar (a) Cayo Julio César regresaba triunfal a la ciudad eterna (Roma), luego de haber conquistado Las Galias y Egipto, transformándolos en nuevos proconsulados de la república del Tiber. [3]

El comicio de los plebeyos y los hombres libres de la ciudad (tá polis = de civitas) lo aclamaron públicamente, gritando a voz en cuello que querían que él fuera coronado emperador.

Horrorrizados, los patricios del senado emitieron una declaración en cuya virtud le concedieron a César los títulos honoríficos de romano afortunado (de felix romanorum) y de padre de la patria (de parent patriae), con el privilegio de ser el nuevo guardián de las buenas costumbres (de mores maiorum). [4]

Siendo por su sangre un descendiente de Rómulo y Remo, César era no obstante el último gran lider militar y político de los plebeyos, vencedores en Las Guerras Civiles Romanas, que posibilitaron la manumición general de los esclavos, el reparto de las tierras rapiñadas al enemigo en pequeñas parcelas, su adjudicación a los libertos, el pago de sus cosechas en oro y su incorporación en masa al ejército romano con el grado de soldados (léase: La Reforma Agraria Cesariana).

Los privilegios patricios, que se mantenían sólo en el proconsulado de Italia, estaban heridos de muerte, pero restaba aún la maniobra final y César, increiblemente, con todo lo que había aprendido sobre el arte de la guerra y sobre el arte de la diplomacia con los enemigos, no sabía en realidad qué hacer con los amigos plebeyos, que eran los grandes magnates urbanos de toda la república, desde el río Jordán hasta el estrecho de Gibraltar.

Justamente por ser el romano afortunado, César adquirió el privilegio de hablar de política con la misma libertad que los senadores patricios, sin tener que temer ninguna clase de declaración de censura que lo borrara del mapa gobernamental romano.

En ese contexto, mandó construir en La Plaza del Mercado unos cimientos de piedra, sobre los que leventó una estructura de madera, similar a la empleada por los sacerdotes de El Templo de Jano (léase: el pulpito), para dirigirse a la multitud durante las festividades religiosas, bautizándola con el nombre de La Tribuna de las Arengas.

Desde allí, cada día, César empezó a dirigirse a la multitud, congregada y fascinada con sus discursos, que empezaron a ser más escuchados que los del mismísimo presidente del senado (Cicerón) que, obviamente, sólo hablaba para unos pocos (la oligarquía gobernante).

César no portaba armas ni custodia, comunicándose a voz en cuello, y la gente aprobaba o censuraba lo que él decía, generándose así el primer diálogo directo entre el pueblo y su lider de toda la historia universal.

Pronto Cicerón se chivó fulería y ordenó desalojar la plaza, pero el ejército no se atrevió a cumplir la orden senatorial, amedrentado por la fiereza de la masa iracunda. Fue entonces cuando, desde La Tribuna de las Arengas, César bramó: “Non imperatorem esse. Et ero vobis Caesarem, et tibi, commoners et liberum hominis coniuncta, populum romanorum essere” (sic). [5]

Desde entonces, ser El César comenzó a ser el equivalente popular de ser el emperador sin corona, y es en esa figura póliticamente inédita, en la que se basó la autoridad de quien seis meses más tarde sería víctima de magnicidio, justamente, durante la ceremonia senatorial en la que fue formalmente coronado como primer monarca de El Imperio Romano (La Magna Roma), convirtiendo su nombre propio en el nuevo apellido dinástico romano de Los César, que llevaría su sucesor a partir del año 27 a.C. (Torinus Caesar Octavianus = Torino César Octaviano = Octavio = Augusto). [6]

Cuenta la leyenda que durante los funerales de estado de César, celebrados en El Coliseo Romano, situado justo enfrente de La Plaza del Mercado, los puesteros juraron ante los sacerdotes de Jano que vieron ante si a El César, parado en La Tribuna de las Arengas, gesticulando y bramando como cuando le hablaba al pueblo, desvaniéndose luego en un segundo.

El milagro causó la declaración oficial de su resurrección, motivo por el cual, los arúspides lo proclamaron con el título de Hijo de Jano Viviente (léase: Hijo de Dios = Deus Filis), con el tratamiento honorífico de Nuestro Señor César, ordenando la construcción de estátuas, altares y templos en su honor (léase: la deificación en vida = de apoteosis in vitam), siendo entonces algo así como un dios martirizado, o algo por el estilo. [7]

En otras palabras, un gran lider militar y máximo dirigente político de las masas, encumbrado hasta el pináculo del poder material, que fue el martir que resucitó de entre los muertos, para transformarse en el dios del pueblo, siendo entonces elevado a la categoría de fuente de poder espiritual, cuyo primer altar fue, justamente, La Tribuna de las Arengas.

Y si todo eso no fue la película previa de aquella otra que pasarían sólo setenta y ocho años más tarde (78), bajo el título de La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, yo pregunto la película previa dónde está.

Y si me dijeran que estoy muy equivocado, respondería que veremos, veremos y pronto lo sabremos.





[1] La libre expresión y la segura circulación de la información contenida en el presente documento se halla jurídicamente garantizada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (Art. 19), la Constitución Nacional de la República Argentina de 1995 (Art. 14),  la Ley Nacional N° 26.032 de 2005 y el Código Penal de la Nación (Arts. 153 y 155).

[2] Para uno de Los Siete Grandes Sabios de Grecia (Solón) El Cisne Negro es la alegoría de un hecho que es teóricamente posible, pero que todos creen que es prácticamente improbable, pues si ocurriera sería castastrófico.
[3] Las Galias eran la Cisalpina (el norte de Italia),  la Transalpina (toda la Europa no mediterránea, desde el Mar Negro y los ríos Volga y Vístula hasta el Atlántico Norte) y la Transmarina, llamada Britania. Luego, la Galia Transalpina sería divivida en una Galia Transalpina Oriental (Germania) y en una Galia Transalpina Occidental (Franconia). Los habitantes ancestrales de Las Galias eran los celtas, que los romanos llamaban con el nombre de los galos. Muchos se radicaron en los proconsulados romanos no gaélicos, recibiendo los nombres gentilicios de los gálatas, o bien de los galileos, que dieron su nuevo nombre a las provincias septentrionales del proconsulado romano de Palestina, como fueron La Baja Galilea (Canáa) y La Alta Galilea (Gólan). Por eso, a Nuestro Señor Jesucristo, los judíos de la provincia romano palestina de Judea lo apodaron El Galileo, porque él no era judío, sino más bien, galileo, o gálata, o galo, o celta, lo mismo da, y por eso, era obviamente alto, delgado, blanco, rosado, rubio y de ojos celestes, tal como aparece representado pictóricamente desde el siglo segundo de la era cristiana, claro está. Conste.

[4] Si un determinado hábito individual se generalizaba en la mayoría de la población, se convertía en una práctica. Si la práctica se mantenía en el tiempo de esa generación, se decía de ella que era una moda. Pero si la moda pasaba a las siguientes generaciones, comenzaba a ser considereda como una tradición. Si la tradición era consagrada por los fallos de los jueces, era coniserada obligatoria, transformándose en una costumbre. Pero a César se le otorgó el privilegio de declarar qué costumbres eran las más obligatorias, llamándoselas con el nombre gnoseológico de las buenas costumbres, que son las costumbres mayores (de mores maiorum).

[5] No seré el emperador. Seré El César, y vosotros, plebeyos y hombres libres unidos, sereis el pueblo romano.

[6] Augusto no es un nombre, sino un título honorífico que significa excelso, de donde a los gobernantes les viene el tratamiento de su excelencia.

[7]  No lo digo yo. Lo dijo Cayo Sempronio Suetonio, en su libro titulado con el nombre de Vida de los Doce Césares, escrito durante la primera mitad del siglo primero de la era cristiana.

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