Año I – Primera Edición – Editorial: 000000025
El Cisne Negro [1]
El Diario Digital de la Historia y de la Geopolítica
Viernes 30 de Septiembre de 2.011.
La Esencia de una Gran Nación
Por Rubén Vicente
Esa gran madre y maestra que es la historia universal nos enseña que lo que caracteriza a una gran potencia como tal es la articulación política de sus aparatos financiero, tecnológico, industrial, comercial, diplomático y militar en un gran Complejo Estratégico Nacional (CEN), dependiente de un gobierno regido por las instituciones de la democracia constitucional, ya se trate de una monarquía o de una república, sea laica o confesional y moderada o radicalizada, lo mismo da, en tanto y en cuanto la misma sea respetuosa de los derechos humanos y del derecho internacional, cuyo propósito es el mantenimiento de la paz, de la seguridad y de la cooperación internacionales, bajo los principios de la igualdad soberana de los estados y de la no intervención en asuntos internos de otras naciones.
El Japón es una gran potencia, que posee su propio CEN, depediente de un gobierno basado en las instituciones de la democracia constitucional, bajo la forma de una monarquía, confesional y radicalizada, que se fundamenta en el shintoismo, en el cual, todo japonés que se precie de tal, cree fervientemente que el emperador es un descendiente legítimo del Sol y a nadie se le ocurriría que es un elemento fungible del estado nacional japonés pues, sin su divinidad de origen, el país del sol naciente no tendría razón de existir, más allá de las humillantes condiciones formales impuestas como consecuencia de la derrota en la Segunda Guerra Mundial.
Ese equilibrio casi perfecto entre la tradición étnica ancestral y la post modernidad de la globalización presente y futura es la esencia nacional del Japón, que muchos estudiosos concuerdan en carácterizar tan acertadamente como La Tribu Tecnológica.
Después de Hiroshima y Nagasaki (1945), en sólo veinte años se operó el milagro económico japonés (1965), que se trasnformó en una guerra comercial contra los EEUU (1980), que fue ganada por los nipones (1990), para luego sufrir la crisis de El Efecto Arroz (1997), del que se recuperó con creces justo para cuando estalló La Crisis Mundial (2008-2011).
Hace más de sesenta y cinco años, los expertos del país del sol naciente compararon la envergadura de su país reducido a cenizas contra el porte de la primera potencia capitalista de la naciente guerra fría, optando sabiamente por establecer una paridad inicial del yen contra el dólar de quinientos a uno (500:1). En vez de devaluar periódicamente para ganar competitividad, los japoneses siguieron estoicamente la vía dolorosa de la revaluación gradual de su moneda nacional y de desarrollar intensivamente la investigación y el desarrollo (I+D) de la alta tecnología de la innovación (the hight tech), que es el alma de una industria deslumbrantemente imbatible.
Hoy la cotización es de sólo ochenta yenes por dólar (80:1) y el Japón, además de poseer la tecnología y la industria más avanzada del mundo, es un actor central del comercio internacional, que cuenta con su propia esfera de coprosperidad, conocida con el nombre de la Asociación Económica del Asia Pacífico (APEC), que incluye una fuerte participación accionaria en la economía los estados norteamericanos occidentales de Alaska, de Washington y de California, extendiéndose hasta el río Indo, comprendiendo más que significativas inversiones en Australia, Corea, China, India y Pakistán y proyectándose ahora sobre El Cuerno de Africa, mientras sus renovadas fuerzas armadas convencionales (ejército, marina y fuerza aérea), ya tienen sus bautismos de fuego en los escenarios bélicos de Afganistán, de Irak y de Somalía; reservándose el derecho de lidiar con la amenaza norcoreana, convirtiéndose en una nueva superpotencia misilística y nuclear, para ocupar el merecido rol de miembro permanente con derecho a veto del consejo de seguridad de la ONU.
Ese shintoismo radicalizado, que hace un culto divino de la figura de emperador, es el factor que ha permitido al Japón renacer de sus propias cenizas en menos de setenta años y es también el que posibilizará al país del sol naciente afrontar digna y rápidamente las emergencias del terremoto, del tsunami y de El Accidente de Fukushima. No habrá apocalipsis. Los japoneses no lo permitirán. Ellos son y se sienten una gran nación, que no sabe de renunciamientos, por más graves que sean los avatares que se ciernan sobre su pequeña geografía insular.
En los próximos veinte años, el mundo entero asistirá azorado al dantesco espectáculo de la pérdida de la supremacía mundial de los EEUU, y ellos no serán reemplazados por la UE o por China como todos creen, sino más bien, por un Japón cuyo yen cotizará entonces en paridad contra el dólar (1:1) y accederá al rango de nueva primera potencia económica, diplomática y militar mundial (la nueva hiper potencia planetaria) para que dejemos de vivir en un mundo norteamericano (de mundis americanensis) y comencemos a vivir en un nuevo mundo japonés (de novus mundis japanensis), que tendrá vigencia hasta bien entrado el siglo veintidos.
En el mismo, el principal aliado de Tokio en América Latina no serán ni México, ni Venezuela ni el Brasil, sino más bien, la Argentina de las antípodas, con sus extensos espacios vacíos continentales, su mar territorial interminable, sus desiertos de hielo antártico, su agua potable, su carne, sus cereales, sus cueros, sus lanas, sus cardúmenes, sus maderas, su celulosa, sus harinas, sus aceites, sus biocombustibles, sus metales, sus hidrocarburos, su deversidad climática, sus bellezas paisajísticas, sus ciudades europeas, su futbol, sus hermosas mujeres y su íntima afinidad espiritual, cuyo ícono viviente es la viuda japonesa de nuestro Jorge Luis Borges y cuya máxima expresión estética es su gusto común por el tango, que es una danza que bailan un varón y una mujer que se desean con una pasión que sólo es propia del carácter nacional de ambos pueblos y que se basa fundamentalmente en el sentido trágico de la vida y de la muerte de los feroces samurai del Cipango y de los aguerridos granaderos de los Andes.
Y si me dijeran que estoy muy equivocado, respondería que veremos, veremos y pronto lo sabremos.
[1] Para uno de Los Siete Grandes Sabios de Grecia (Solón) El Cisne Negro es la alegoría de un hecho teóricamente posible que todos creen que es prácticamente improbable, pues si ocurriera sería castastrófico.
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