El Diario Digital de la Historia y de la Geopolítica
Domingo 1° de Agosto de 2.012.
El Pueblo Elegido VI
Por Rubén Vicente
La
Horda de Oro de 1240 fue arrazadora. Todo El Imperio Sarraceno (Sarrán) cayó en
manos de El Imperio Tártaro (Tartaria) que, desde entonces, se empezó a
perfilar como un imperio universal, que convertía al sacro imperio en una
isla europea y cristiana cada vez más pequeña que, además, tenía los siglos
contados.
En
ese contexto, el islam de la sangre sagrada de El Profeta Muhammad, es decir,
el shiismo, en su versión no confesionalista sino laicita (léase: el alawismo)
se posicionaba como la religión oficial de los tártaros, invitando a todos a la
conversión, o si no, la cimitarra. Ups.
Ser
shintoista, budista, hinduista, mazdeista, judío o cristiano en tierras
tártaras se volvió muy dificil, cuando no directamente imposible. Y en tierras
europeas, la rabia de haber sido derrotados en Las Cruzadas (1271), hizo los
cristianos drenaran su veneno expulsando a los judios de las islas británicas
(1290), de Francia (1390), de España (1492) y de Portugal (1496).
Pero
ya se sabe que algunos vivos optaron por finguir la conversión y se
quedaron lo más tranquilos en sus países
de residencia, haciendo lo de siempre, es decir, negocios, pero también,
jugando con fuego, haciéndose cultores del ateismo, de la cábala y del
satanismo pero, obviamente, a escondidas (léase: el ocultismo judío).
Y
esos judíos, falsamente conversos, que empezaron a figurar como los
cristianos nuevos (léase: los marranos), tuvieron entre ellos a tipos muy locos,
que empezaron a importar a Europa la milenaria sabiduría del oriente relativa a
los materiales de construcción (léase: la alquimia). [3]
El
noventa por ciento de los alquimistas medievales eran marranos (90%) que, lógicamente, empezaron a
aplicar sus conocimientos para transformar los metales artesanales en metales nobles.
Obviamente, si lo lograron, nunca le revelaron sus secretos a nadie, pero lo
cierto es que, después de ellos, vinieron los químicos, los renancentistas, los
humanistas y los protestantes, que empezaron a demostrar una más que sospechosa
piedad hacia los que llamaban con el nombre de nuestros hermanos mayores
(léase: los judíos).
Y
El Descubrimiento de América trajo consigo el designio de la purificación de
las naciones europeas y cristianas (léase: las naciones occidentales) y la
inquisición se volvió sistemática con los herejes, con los blasfemos y con los
apóstatas, cayendo los judíos y los marranos desenmascarados como moscas en el
horno de la hoguera indiscriminada de la naciente edad moderna (1453-1789).
Hasta
que en 1559, el rabino Zebatai Zewi se fumó mal con opio tártaro y se
autoproclamó como El Mesías de Israel, que vino al mundo a restituirles
a todos los judíos el mismo orgullo de cuando formaban parte del poderoso
imperio israelita cuasi universal. Todos sabían que una cosa es ser israelita
y otra cosa muy distinta es ser judío, pero la verdad, fue que a ningún
judío le calentaba un pomo la distinción y muchos de sumaron a su nueva secta
de los mesiánistas (los hassidim = el hassidismo), que fue un fiasco,
porque Zebatai Zewi se fingió que se hizo musulmán y los dejó a todos culo al
norte. [4]
Pero
nada porque, desde la segunda mitad del siglo dieciseis (el siglo de la reforma
protestante) habían tres clases de judíos (3), que eran los sefaradíes, los ashkenazíes y los hassídicos, la
mayoría de estos últimos radicados en su nuevo hogar de Europa Central (La Leitania
Solar = Das Mitter Europe); pero sólo hasta que Cronwell les permitió regresar
a las islas británicas (1651) y Catalina La Grande les dijo de irse a vivir a
Ucrania (1750), y George Washigton les preguntó por qué no los EEUU (1789), y
entonces se empezó a terminar la noche, y un nuevo alba se divisó en el
horizonte yavista.
El
gran broche de oro de la resurrección del pueblo elegido fue La
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la primera
revolución francesa de 1791.
Había
llegado por fin la hora de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad con
los cristianos, europeos y norteamericanos (léase: los occidentales), y va
fangulo con el resto del mundo. Total…
Desde
entonces, ya no habría más que temer, pues la flama ardía nuevamente, más
brillante que nunca, y había que ponerse las pilas con esas cosas nuevas del
nacionalismo, del socialismo y del republicanismo. Y entonces empezó el temor
dentro de las propias juderías, de que los menos ricos hicieran quilombo contra
los más ricos, y ahí empezó la reacción judía de el
cosmopolitismo del siglo diecinueve (el siglo de la industria).
Ser
cosmpolita era ser ciudadanos del mundo occidental; ser ricos, cultos,
prestigiosos e influyentes a más no poder, es decir, ser eminentes, pero
no poderosos, porque la
política debe ser controlada desde afuera, para que la política no nos controle
desde adentro.
Esto,
los hassídicos de Rusia, es decir, los javadistas,
lo sabían más que nadie, sobre todo (supra tutto), después de lo de el
magnicidio del zar de 1881, y por eso, se dejaron de embromar y se pusieron
a pensar en serio en su propia organización telúrica, racial, lingüística y
religiosa (léase: el organización étnica), empezando a soñar, nada más ni nada
menos, que con el estado judío
(der judden stadt), que debía ser anticosmopolita,
para ser nacionalista y socialista, es decir, partidario del socialismo
nacional (léase: el nacional socialismo = el nazismo décimonónico), pero
judío ché (léase: el sionismo),
y qué tanto joder con los goi. ¿Cómo?
Y
si me dijeran que estoy muy equivocado, respondería que veremos, veremos y pronto lo
sabremos.
[1] La libre expresión y la segura circulación de la
información contenida en el presente documento se halla jurídicamente
garantizada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (Art.
19), la Constitución Nacional de la República Argentina de 1995 (Art. 14), la Ley Nacional N° 26.032 de 2005 y el Código
Penal de la Nación (Arts. 153 y 155).
[2]
Para uno de Los Siete Grandes Sabios
de Grecia (Solón) El Cisne Negro es
la alegoría de un hecho que es teóricamente posible, pero que todos creen que
es prácticamente improbable, pues si ocurriera sería catastrófico.
[3] El
nombre árabe de Egipto es Al Khem (léase: Al Qem = Alquimia).
[4] No
fueron pocos los judíos de Tartaria que siguieron a Zabatai Zewi en su fingida
conversión al islam de la sangre sagrada de El Profeta Muhammad (léase: el
shiismo) en su versión no confesionalista sino laicista (léase: el alawismo), pasando
algunos de ellos a formar parte de las guardias personales de los
jeques, de los emires, de los sultanes, de los khanes y hasta del gran khan de
los tártaros, siendo conocidos bajo el nombre colectivo de los jenízaros.
Conste.
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