El Diario Digital de la Historia y de la Geopolítica
Miércoles 16 de Mayo de 2.012.
La Revolución Industrial II
Por Rubén Vicente
Para
1750, la revolución industrial de Gran Bretaña era un fenómeno económico, social y cultural que ya tenía cincuenta años de edad
(50). Todos en Europa Contiental y
en el resto de mundo (orbis) miraban a La Rubia Albión como si fuera un plato
volador, o algo por el estilo.
La
arquitectura rural (léase: la inginiería agronómica) y la medicina de los animales
(léase: la veterinaria), sumadas a las sociedades comerciales propietarias de
los minufundos que negociaban en la bolsa de cereales londinese, le cambiaron
la vida a los agricultores, con un aumento exponencial de la producción de
las carnes y de los cereales, que alimentaban a los animales y a los seres humanos del
campo y de la ciudad, generando bienestar y paz social, como no se conocían en el
mundo desde los lejanísimos tiempos del imperio romano.
Sin
embargo, el noventa por ciento de la mano de obra rural seguía siendo africana
y esclava (90%), tentándose los negros con la idea de escapar de sus amos campestres,
de irse a la ciudad y de ofrecerse para trabajar en alguna fábrica, de las
miles que ya existían a lo largo y a lo ancho del país (Anglia, Gales, Escocia
e Irlanda).
La
verdad, es que era muy fácil hasta para ellos. El ingeniero les mostraba los
planos de las máquinas a vapor que ellos deberían aprender a manejar para
convertirse en operarios industriales, justo a ellos, que no sabían leer ni
escribir (léase: jamemú). Y despúes los agarraba el capataz, que ahí si, los
ponía frente a la máquina, mostrándoles in situ su sencillo funcionamiento.
Era
tan fácil trabajar con las máquinas, que hasta las mujeres y los niños blancos
se desempeñaban como expertos operarios a las pocas semanas de comenzar a
producir, justamente, cantidades industriales de bienes que inundaban el
mercado de la naciente sociedad de consumo de mediados del siglo dieciocho
británico.
Pero
había algunos pequeños detalles que empezaron a preocupar a los industriales.
Los negros no tenían su negra que los atendiera, porque las negras quedaron en
el campo con los negritos, y las operarias blancas también estaban solas,
porque sus maridos preferían el servicio militar o naval, que dejaba más guita
y era menos exigente, pues los reglamentos no exigían como en la fábricas
extenuantes jornadas de trabajo de dieciseis horas por día o más.
Y
si, estarían filtrados, pero lo cierto es que empezaron a nacer mulatitos y
mulatitas que daba calambre, pero ni los azotes de los patrones los podían
parar, porque si encima de ganar una miseria, también te tenés que hacer la del
mono, no va. ¿Verdad?
Resultado.
Los negros a la guerra como carne de cañón y los blancos a las fábricas con sus
mujeres y sus hijos, formándose familias auténticamente obreras, británicas y protestantes que, juntando
la platita en la misma casa, podían acceder a un estandar de vida comparable al
de la clase media pequeño comerciante y profesional de primera generación (la
pequeña burguesía).
Hacía
siglos que se formaban virrorios alrededor de las murallas de los castillos
medievales que eran una inmundicia (léase: las villas), y ahora se empezaban a
formar los primeros barrios obreros alrededor de las fábricas que eran
una porquería muchísimo peor, porque antes unos pocos hacían sus necesidades en
la campiña, pero en las villas urbanas de la revolución industrial británica de
mediados del siglo dieciocho (el siglo de las luces), las decenas de miles de
obreros (varones, mujeres, niños y ancianos), ensuciaban en la calle,
para preservar la limpieza de las chozas en las que vivían, obvio (léase: la
contaminación ambiental = los burgos podridos). Right?
Por
eso, más o menos para 1800, cuando la revolución industrial británica ya
cumplía sus primeros cien años de existencia (100), los institutos tecnológicos de la universidades planificaron
y ejecutaron exitosos planes de construcción de barrios obreros como Dios
manda, con ultramodernos sistemas de drenaje cloacal y de suministro de agua
corriente, donde cada familia trabajadora podía acceder a una vida digna,
gracias a los créditos hipotecarios a muy largo plazo que otorgaban los bancos
privados a sola firma, como nunca antes conoció el mundo entero (orbis). ¡Gracias
Néstor¡ ¡Fuerza Cristina! ja ja já.
Y
si, a principios del siglo diecinueve, Gran Bretaña era un plato volador, cuando el resto del planeta miraba
azorado el progreso económico y el bienestar social de un pueblo que, encima,
votaba a sus autoridades políticas en todos los niveles metropolitanos según su
preferencia ocasional (los conservadores o los liberales = los tories o los
whigs), que nadaban en guita de las cometas de los empresarios contratistas de
obras públicas (léase: la corrupción), no jodamos. ¡Grande Carlitos! ja ja já.
Cuando
concluyeron las guerras napoleónicas (léase: la quinta guerra mundial = 1815),
a los magnates del contiente europeo no le quedaba otra chance que contratar el
capital, la tecnología, las máquinas, los motores y el personal obrero calificado para sus
primeras fábricas con Gran Bretaña, haciendo que las mismas, en realidad, no fueran
más que una gran maquila dependiente del imperialismo británico, bajo la
impronta de la recién entonces llamada con el nombre de el capitalismo industrial,
magistralmente descripto ya hacía muchos años por el Dr. Adam Smith, en su obra
imperecedera, titulada con el nombre de La Riqueza de las Naciones; que era el
manual de la revolución industrial británica que todos se lanzaron a emitar,
pero mal.
Y
se ve que muy mal, porque los flamantes operarios europeos continentales (los rusos, los
escandinavos, los holandeses, los germanos, los austríacos, los suizos, los
italianos, los españoles y los portugueses) ganaban veinticinco veces menos que
en el servicio a las fuerzas armadas, o quince veces menos que un obrero
británico, y nadie les construía barrios obreros ni les daba crédito
hipotecarios para comprarse una vivienda digna. ¿Cómo?
Por
eso, mientras en Gran Bretaña los obreros vivían muy bien, en Europa
Continental, la naciente clase obrera se desilucionó tan rápidamente con la revolución
industrial como con el capitalismo y con los malditos patrones explotadores, que
no eran auténticos empresarios, sino más bien, simple bolicheros corruptos hasta
la médula, que todo lo arreglaban con la cometa a los inspectores, y se acabó. Total... ¡Grande De Mendiburen¡ ¡Grande Cristiano Ratazzi¡
Y
pasó lo que tenía que pasar, que fue el estallido de La Revolución Europea de
1830 y de La Revolución Europea de 1848, que trajo la novedad, desconocida en
Gran Bretaña, de los sindicatos comabativos, partidarios de la nueva ideología
clasista del socialismo científico (el socialismo internacionalista = el
marxismo = el comunismo) que, como bien lo decía Carlos Marx, se convirtió en
el fantasma que recorre Europa, amenazando con su ateismo impío, nada más ni
nada menos, que la extinción misma de la
civilización capitalista, liberal, democrática, patriótica y cristiana, es decir,
con la destrucción de la civilización occidental (léase: el
occidentalismo), que tantos siglos costó forjar para bien del mundo entero
(orbis), claro está.
La
represión policial y militar de ambas revoluciones fue tan feroz que, desde su
conclusión, el movimiento obrero europeo empezó a buscar, despacito, el modo de
hacer confluir los intereses vitales de la clase trabajora con los intereses
vitales de la nación, corporizándose desde entonces la nueva doctrina política
de el socialismo nacional (el nacional socialismo = el nazismo = el grünismo). Mirá El Cisne Negro (Editorial 28).
Sobre
esa nueva base ideológica anti comunista, a mediados del siglo diecinueve
(1850), Europa Continental se involucró en el nuevo proyecto de diseñar y
de desarrollar un capitalismo que fuera financiera, tecnológica e industrialmente propio
(léase: la independencia económica), que fuera capaz de reducir rápidamente la
brecha que la separaba de Gran Bretaña, que ya le estaba poniendo el ojo a los
dos nuevos insumos críticos, que eran el petróleo y la electricidad, que
permitirían el invento de los motores de combustión interna, que fueron la base de la
segunda revolución industrial, que garantizaría la continuación de la
supremacía mundial británica, hasta bien entrado el siglo veinte, claro está.
Desde entonces, los obreros del continente europeo ya no vivirían nunca más en la humillación de la indigencia y en el odio estéril y disolvente de la resistencia, sino que adherirían fervientemente al nazismo pequeño burgués, que ellos y sus sindicatos domesticados comenzarían a llamar con el nombre de el comunismo democrático (léase: la social democracia), que en su concepción decía que quería la revolución social, igual que el marxismo pero, a diferencia del comunismo, el nazismo social demócrata comenzó a diferenciar los conceptos de la revolución totalitaria (léase: la revolución pura) de la revolución democrática (léase: la revolución impura), y nada más, claro está.
Y
si me dijeran que estoy muy equivocado, respondería que veremos, veremos y pronto lo
sabremos.
[1]
La libre expresión y la segura circulación de
la información contenida en el presente documento se halla jurídicamente
garantizada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 (Art.
19), la Constitución Nacional de la República Argentina de 1995 (Art. 14), la Ley Nacional N° 26.032 de 2005 y el Código
Penal de la Nación (Arts. 153 y 155).
[2]
Para uno de Los Siete Grandes Sabios
de Grecia (Solón) El Cisne Negro es
la alegoría de un hecho que es teóricamente posible, pero que todos creen que
es prácticamente improbable, pues si ocurriera sería catastrófico.
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